Antonio niño se introduce en la máquina del tiempo para transfigurarse en espectador de sí mismo: en mis zapatos de tacos habitaba la ilusión primitiva de ser futbolista, reservas del Cruz Azul, número 8 en el dorso de la camiseta dado que el 10 me parecía demasiado pretencioso para un orfebre del medio terreno, donde se traban los duelos, se disputa la pelota y se demuestra la calidad del crack, del ilusionista con los pies, gambetero, pelota al piso adherida al pie, burlón entre los defensas y hábil con las paredes, un tú a tú donde me reconocía según yo, como un Maradona región subdesarrollo.
Pateaba yo una pelota-balón color rojo ladrillo, ni tan blanda ni tan dura al tacto con la extremidad derecha, la pierna de los millones, asegurada por un imaginario cadencioso cercano imperio bursátil como futuro prometedor, flamante integrante del “equipazo” de la Colonia Industrial.
Meterse en nuestro territorio significaba la pérdida del honor o la dignidad familiar. En aquel barrio se apostaba imaginariamente a la hermana como sinónimo de lo más querido y honorable, para dejar en cada jugada el pundonor, defensa de la estirpe, nadie quería terminar en cuñado del enemigo. Aunque en mi memoria no se registra que alguna vez hubiésemos sabido la hermana de quién.

Niños de barro y barrio, de la cuadra, vecinos de diversas estaturas y semblantes, condiciones sociales o económicas disueltas, igualados por el juego preadolescente de significarse en héroes, pandilla franca que lo mismo armonizaba nuestros amores individuales: Pumas, América, Cruz Azul, Chivas, sus mejores hombres encarnaban en nuestros apellidos y viceversa, desplegados por el territorio del parque María Luisa, entre árboles que a veces servían de portería y las cagadas de perro que pisábamos sin remedio o para resbalar a propósito y pedir faul al árbitro imaginario.
Puro seleccionado en nuestras líneas:
En la portería el Juan, patillas de sudor, negras, notorias, capa tras capa, días y días sin cruzar por la regadera ni tocar el jabón. La mugre su talismán, seducía el magnetismo con el que atraía la pelota hasta sus guantes, el único con un par para hacer sus heroicos lances. Imbatible cuando se lo proponía. Le echaba una mirada súbita al esférico y no lo perdía de vista.
Luego, el Gustavo, defensa legendario del tipo Miguel Ángel Cornero, filosofía “pasa el balón o el jugador, pero ambos no”, oficio leñador con estilo, ni bruto ni soez, por el contrario, asistía de balones a la media cancha y sus lances a la periferia de la meta contraría podían fácilmente culminar en gol. Pie cañonero. Hijo de la tendera de la esquina. Vivía allí, en el local negocio de refrescos y frituras. Cerraban y apostaban un par de colchones mínimos. Casa club de un niño que soñaba con horadar algún día la portería del rival, Estadio Azteca lleno y el cronista Gerardo Peña desgarrándose la garganta para narrar el tanto por televisión nacional.
El Araña, nunca supimos el origen del apodo, sobrenombre que se acepta como apelativo directo para un Carlos que nadie, absolutamente nadie, conocía por Carlos. Transpiraba un fuerte olor a humedad, como su ropa, su casa, sus útiles escolares y sus cinco hermanos menores. Con él compartí escuela, generación, grupo y aula. Su mamá, embarazada siempre y el Araña destartalado de pies a cabeza, zapatos rotos plurifuncionales moda primavera/verano/otoño/invierno, lo mismo escolares que de gala, para deportes futboleros, para fiestas y todo terreno. Pantalones raídos, camiseta triza y suéter con profusas entradas de aire, agujeros en los hoyos. Sin embargo, con todo el peso de la desigualdad desde los talones al cuello y amén de los madrazos que le propinaba su jefa cuando reprobaba un examen o lo reportaban por indisciplina (casi a diario), el Araña era un torrente sanguíneo para nuestro calibrado equipo. Se abalanzaba sobre el rival al ritmo de “te voy a pegar los piojos”: mordía, escupía, empujaba, apretaba nalgas y, en un acto de impoluta destreza, le bajaba los pantalones a los rivales y a sus coequiperos si andaban medio atarantados en el tráfico del partido. ¿Cuántos miembros masculinos del tamaño de un dedo meñique habrán quedado desnudos ante los enfebrecidos ojos de la tribuna?
Finalmente, la columna vertebral del equipo estaba la simbolizaba el Jacobo, hermano menor de “Los Mames”, bandita juvenil de consanguíneos que ni amedrentaba ni asolaba, pero eso sí, rayaban paredes para dejar constancia del que suponían su territorio por derecho natural de aristocrática imaginería. Más que miedo, su patronímico sonaba a grupo setentero de baladas amorosas. Dos o tres veces, Los Mames tuvieron algún altercado con un primo mío que para entonces se creía muy sacalepunta y karate-do, pero del qué-traes-pus-déjate-venir nunca pasaron. Jacobo, era el centro delantero genoma mexicano al cien, espigado, ligero y cazagol. Estirpe de goleadores que sólo esperan, sin aportar ni construir, meten la cabeza, la nariz, el pie y, por mera ley de la atracción universal, la pelota rebota en ellos para introducirse en las redes dentro de la portería. Se llevan las palmas, las ovaciones y aparecen en los libros de las grandiosas estadísticas.

Silbatazo del árbitro, efervescencia de la fiera infancia con ánimos de festejo cada tarde, gol tras gol, intestinos en la celebración, sabor a campeonato o medalla de oro.
A nuestra niñez sobrevino la adolescencia, la preparatoria, la universidad, los cambios de residencia y el natural abandono y olvido de quienes nutrieron nuestras fantasías iniciáticas. Nunca volví a mirar a mis coequiperos de antaño. ¿Me habrán pensado alguna vez, como parte de alguna nostalgia no escrita?
Mientras pateo una pelota con mi hija y mi hijo intento traer a la memoria aquellas miradas, las de esos muchachos insolentes y descarados ante el mundo familiar o escolar, pero solo consigo un grumo sonoro y porosamente visible de unos chamaquitos que se batían a futbolero duelo entre árboles, charcos, lodo y alguna gracia de perro callejero para triturar la honra de los forajidos de la Colonia Estrella, la Guadalupe Tepeyac o incluso de los millonetas de Lindavista.
El futbol, lo más importante de las cosas menos importantes.
El Juan, el Araña, el Gustavo, el Jacobo… nuestros afanes a la distancia, cuatro décadas ya del compartido abrazo en el festejo de un compartido gol. En esas dos horas al sol, el registro temporal irrestricto que mi mamá me permitía para salir a jugar al parque María Luisa, allá en el DF, allá en la colonia Industrial, allá en los años ochenta, allá en el siglo pasado.
