
Si hoy me dijeran que tengo que despertarme los sábados antes de las siete de la mañana mi respuesta sería ‘¡ni loco!’. Pero qué ironía, años atrás, después de cinco días continuos entre clases, tareas en casa y un par de entrenamientos, la semana no tenía sentido si no llegaba el sexto día para ir a jugar a las ocho de la mañana.
Aquellos tiempos en que no entendía porque mis padres se empeñaban que fuera al colegio si podía a vivir de jugar al fútbol; que aburrida era la clase de historia si no te enseñaban los goleadores históricos de los mundiales; que tediosa la clase geografía sin que te expliquen en qué ciudad está el teatro de los sueños; ni hablar de la clase de ética y valores, estaba de más si todo lo aprendías en el campo de juego.
Llegaba el día y el sol aún no calentaba, a esa hora el frío se hacía sentir. El escaso césped de la cancha tenía el blanco del hielo que se negaba a derretirse. Durante el calentamiento el balón parecía que pesaba el doble y al golpearlo era casi una proeza levantarlo.
el profe en cuclillas, todos reunidos alrededor y en la tierra los cartoncillos de registro indicando el cuadro inicial. El juego comenzaba y todas las miradas eran para el balón, lo demás no existía, corrías con o detrás de la redonda sin mirar al frente al sonoro de los gritos de los papás que se escuchaban pero no se entendían. Terminaba el juego y el marcador daba igual, lo que más deseabas era que pasara rápido la semana para volver a tener partido.
De repente despiertas un sábado, te das cuenta que no vendrá mamá a levantarte para ir al partido, de lo lejano que quedaron esos días y quisieras regresar el tiempo