
Despiertas a primera hora de la mañana del sábado cómo lo haces desde muy niño, desde hace muchos años. Le dices adiós a un verano más, le dices adiós a los amigos de la secundaría, le dices adiós a tantas cosas que sabes que a pesar de ser otro fin de semana de fútbol, es diferente al resto.
el uniforme por suerte se secó en la lavada de emergencia de la noche previa. Sientes que lo haces todo por inercia, como una manecilla de reloj que no cambia de dirección y que no deja de registrar el tiempo. El tiempo que sabes que se te ha acabado, que será una nueva temporada, otra más en los mismo campos y te llega un golpe, el golpe de realidad que noquea tus sueños.
Vas camino al campo y lo entiendes, que no llegará un visor por casualidad al campo, que no te elegirán entre los 22 jugadores, que no te irás hacer las pruebas a un equipo de primera, que no escucharás un día al mister decir calienta, vas a entrar.
Lo entiendes todo, pero por lo menos durante noventa minutos lo olvidás, vuelves a ser feliz por un rato. Al volver, cuelgas los botines y miras que se han roto, quizá resistan un par de juegos más, quizá es buen momento para dejarlos colgados para siempre.