Por: Antonio Monter Rodríguez
Pérez acarició la gloria en 11 segundos y 23 décimas en que miró la pelota con resquemor ácido y la acomodó sobre el manchón penal. El malnacidoporterohijodeputa hacía las veces de maromero de esquina o de payaso de carpa vieja, de circo patético con elefantes escuálidos que señalaba con malicia el rincón izquierdo de su portería como la invitación maliciosa para propiciar la falla, la propuesta indeleble del guardavalla que quiere hacer del tirador su víctima antes que ser el victimado. Por ahí, por ahí, insistía con voz de merolico. El verano caminaba lentamente sobre la piel de los 22 en franca escaramuza, colisión envenenada por un trofeo de robustas dimensiones, pretexto semanal desde 19 jornadas anteriores, 19 fines de semana invertidos en las combinaciones, los desbordes, los tiros de esquina, los centros y remates de cabeza, el estrépito de las patadas tras la pelota. El calor arriba de cuarenta grados culminaba en la visión gelatinosa, cuadro borroso, desde el piso parecía levantarse una humareda transparente, el pasto transpiraba los humores y confundía las retinas que se afanaban en esa extraña ruta hacia las redes. Pérez se puso en cuclillas para acomodar el balón, el esférico, la de gajos, la pelota, la esfera, sinónimos de un objeto resumen, henchido de recuerdos torcidos, como los arpegios de una sinfonía futbolera que nunca había sonado a concierto, sino por el contrario, la tragedia actuaba como soberana religión de oráculos infames, Maradonas Casandra, Pelés y Hugos del Apocalipsis, los Siete Hugos del Apocalipsis se le acercaban a Pérez y le musitaban al oído la desdicha, el desamparo, el naufragio en estadio lleno, 70 mil personas, la ruina siniestra, la peste de fallar un penal, la lepra discursiva de los cronistas y la fotografía perenne en primera plana: de hinojos, derrotado ante un portero burlón que se ufanaba de sí mismo con señas fálicas: ¡a güevo! ¡a güevo! ¡tómala puto! La tragedia histórica, el sino mexicano, catálogo de pelotas al poste, de porteros salvadores, de tiros desviados y ya en apoteosis de la salazón, los penales distribuidos con esmero a la tribuna: si no ganamos al menos que se lleven un balón. Pérez miró los tres palos e imaginó un destino diferente a los cantos de las sirenas, la nota en los periódicos enmarcada en aluminio con cristales anti-reflejantes, la crónica televisiva desaforada de apologías rústicas y de lugar común. José Ramón Fernández atónito comiéndose las palabras de desprecio con las que siempre lo denostó: matarife, matalote, tronco, troncazo, piedra ambulante, roble inmóvil. Ahora, hoy, se cobraría la factura, anotar significaría poner la guillotina para la cabeza del portero hazmerreír. Sí, ganar el campeonato y soportar los largos periodos de abrazos, los festejos, las entrevistas, las felicitaciones, la fama a once metros… recuperar los años invertidos en gimnasios, en demoledoras dietas para quien se sabe eslabón en la cadena alimenticia de los tacos de tripa, la caguama, el vodka con naranja, las carnitas y el menudo para convivir con Dios en días de cruda. La Quintaesencia con Tortilla. Su fisiología rechoncha, sus pies planos, su logística de burdel, le habían hecho doble la transición hacia el deporte, el futbol profesión de sus amores. Su necedad de afianzarse la corona a la cabeza, lo había llevado a perder la poca dignidad de estómago que le quedaba, a suspender las grasas y los carbohidratos a cambio de ensaladas y litros de agua. Pérez miró el balón, miró al portero y la miró a ella con cineastas enfoques y desenfoques. Ella, Teresa, La Rusa, la de escrúpulos adormilados que por la noche vacilaba un rato a Pérez y un rato a los del resto de la cuadra, del barrio, de allí donde Pérez algún día iría a sacarla para comprarle un departamento en Bosques de las Lomas, Polanco o La Herradura.
— Cuando metas un gol, sólo uno, y me lo dediques a mí…
Esa era la promesa, la Princesa Rubia entregaría su cuerpo para el mestizaje, para el divino sacrificio en manos y boca y cuerpo y sexo —todo junto y de bulto— de Pérez: el Sacerdote de las canchas, el Huitzilopochtli Vengador acribillando la ternura de los senos erguidos de Teresa: La Rusa. Por eso, pidió, exigió, arrebató la pelota después del faul, de la zancadilla sobre Carrantón el argentino-estrella-millones-de-dólares-en-sus-pies, piernas de cien salarios mínimos casi musculosas, de 21 anotaciones y campeonato goleador, el que soportaba al Real Granada sobre sus espaldas y lo había depositado en la final, esa que disputaban cero a cero hasta el cuarenta y cuatro del segundo tiempo. Pérez leyó la posibilidad de embriagarse bien y de una vez por todas, tanto, que de verdad se emborrachó. No le importó la orden del entrenador ni los gritos de sus coequiperos ni de los aficionados que chiflaban con caras de horror al ver que Carrantón era desplazado por Pérez en la ejecución del tiro penal. Pérez dio tres pasos hacia atrás del balón… su historia, su condición social, su ética, su amor, su moral, su pasión desmedida por La Rusa, su escasa cultura, su Yo metido en el zapato de seis tacos que golpeó la pelota de manera infame y la hizo rebotar quince veces antes de que la carcajada del arquero recogiera la redondez de ese esférico tardío como la democracia latinoaméricana o la independencia de los países africanos. Ya por adelantado el escarnio, falló, falló, falló, y sintió la sangre embotada en la frente y entonces dio la espalda al balón que seguía ahí sobre la marca redonda de cal, y le dijo: vas, a Carrantón, al Ídolo Extranjero, sólo te iba a acomodar la pelota. Hubo un respiro común en todo el estadio, desde la tribuna hasta las bancas. El portero asumió ahora sí respeto ante el cobrador y actuó la concentración y paciencia de quien se sabe aniquilado. Pérez escuchó el silbatazo del árbitro y miró reventarse el balón en uno de los postes para irse derecho como por una vía de ferrocarril, hacia la punta del tiro de esquina. Pérez sintió alivio, después de todo, él no falló el penal, él no hizo nada, como siempre.
