
El televisor adelgazó y yo gané peso. Ahora toda la vida la controlas desde un móvil en la mano. También la vida va más de prisa y en las calles hay más automóviles que niños jugando. Se terminaron esos días cuando al llegar la tarde se convertía el asfalto en un estadio de fútbol.
¿Te acuerdas cuando llegabas a casa después de clases y te apurabas a hacer la tarea para ganar el derecho de salir a la calle? Uno a uno de los del barrio iban saliendo hasta completar la reta, en ese momento se montaban las porterías con dos piedras grandes a uno o más pasos de distancia y los goles solo valían si el balón pasaba de la cintura para abajo.
No había balón duradero, tenían un tiempo de vida corto, se iban desgastando hasta caerse a gajos y asomar el hule de la cámara que tan solo esperaba el golpe de gracia para explotar. Cuando no daba a más alguno sacrificaba su balón, sino, balón, sino, los equipos tenían que ser equilibrados, para ello los dos mejores jugadores elegían uno a uno los integrantes de su equipo; había perfil para todos los puestos y a veces el físico lo determinaba, los gorditos podrán decir más al respecto. Después de eso te jugabas la vida, con intensidad y al límite, al límite de un mal paso y dejar la piel en el asfalto.
El marcador era una satisfacción momentánea, todo se definía al grito de ¡gol gana!; en ese instante el juego aumentaba su intensidad por el tiempo en que cayera la anotación, el cuerpo a veces no daba a más pero dejabas todo.
Hoy vuelvo a asomarme por la ventana y veo que hay más automóviles que niños en la calle, ya son otros tiempos, también las tardes de fútbol encontraron otro sitio. No es que sea mejor o peor, simplemente