
Desde un balcón dejo correr los minutos tomando un café en un cuarto piso aprovechando que el sol salió después de cinco días de lluvia y cielos grises que parecían interminables.
A lo lejos un ciclista avanza rápido por la avenida en dirección a mi edificio. Distinguible por un par de medias naranjas que hacen contraste con todo. Se para frente a mi edificio. Es un tipo calvo, con falda tableada y botas. ¿Con falda tableada? total, es 2021. Aparca su bici y la asegura con un candado, revisa que todo esté bien y se queda viéndola fijamente.
Va y aprieta el candado una vez más, la acomoda por segunda oportunidad, seguro piensa en todas las posibilidades, seguro piensa que no es un lugar seguro. Camina unos pasos hacia atrás sin perder de vista la bici. Se pone en cuclillas y no deja de mirarla, le entra la inseguridad de dejarla a merced de los ladrones. El tiempo corre, tiene que seguir con su camino a pie, le da la espalda y camina por la calle pero en su cabeza está la idea de cambiarla de sitio. Esa idea se apodera de su mente, regresa, quita el candado y se la lleva a otra calle. Quizá esa corazonada salvó su bici de ser robada.
También pasa lo mismo cuando tiras un penalti. Caminas a la portería, ya elegiste a que lado lo vas a tirar, colocas el balón en el manchón y crece una pequeña pero mínima posibilidad de cambiar de lado. Ves al portero señalar con una mano a donde quiere que hagas el tiro, aumenta la posibilidad de cambiarlo de dirección aunque sigues firme con la idea de tirarlo donde elegiste desde el inicio. El árbitro pita y vas hacia el balón, el portero da un paso al frente y de una corazonada decides cambiar la dirección del disparo. A veces el balón va a la red, otras, en cambio, lo mandas al cielo. En la vida hay ocasiones en las que tomamos decisiones importantes con una corazonada de último momento,